Comentario
En el comienzo del reinado de Alfonso XIII se puede apreciar la aparición de ese talante regeneracionista que pretendía la conversión en realidad de unas instituciones caracterizadas por adulterar de manera sistemática la representación política. Los esfuerzos de Francisco Silvela, como luego los posteriores de Antonio Maura y José Canalejas, pretendieron dar respuesta a la necesidad de que el régimen se convirtiera en auténtico desde el ejercicio del poder. Sin embargo, hay que tener en cuenta que el fenómeno regeneracionista fue más amplio que el intentado desde las alturas del poder y que, por lo tanto, supuso también el desarrollo de movimientos políticos que pretendieron llevar a cabo una operación radicalmente contraria -es decir, movilizar a la opinión pública para a través de ella llegar al ejercicio del poder. Los grupos políticos más importantes surgidos como consecuencia de esta voluntad regeneracionista desde la base fueron los de carácter regionalista o nacionalista y republicano.
Los nacionalismos suponen, en efecto, un elemento de transformación de la vida política que nace, desde luego, de la realidad de unas culturas regionales mantenidas en hibernación durante todo el siglo XVIII y la mayor parte del XIX. Al mismo tiempo no cabe la menor duda de que la emergencia de los nacionalismos se produce coincidiendo con una situación peculiar de modernización de la sociedad española, aun sin ser producto de la misma de forma exclusiva.
De los movimientos regionalistas durante el reinado de Alfonso XIII, sin duda, el que alcanzó mayor relevancia política fue el catalán. En efecto, el resto de esos grupos no consiguió llegar a desempeñar de momento un papel de trascendencia en la vida política, factor esencial para tener impacto en la evolución española. Todos estos movimientos, sin embargo, coincidieron en suponer el despertar de unas culturas de carácter regional que hasta el momento se habían difuminado de manera considerable, pero que ya habían tenido un previo florecimiento literario. Otro rasgo que se dio en todos los nacionalismos fue la existencia de un factor dinámico en las sociedades en las que surgieron, de tal manera que la sensación de cambio -la resistencia a él o el deseo de acelerarlo- jugó siempre un papel decisivo en ellos. Como todos los nacionalismos, también los aparecidos en este momento tuvieron un contenido a veces muy radical que se expresó con el lenguaje supuestamente científico de la época de tal modo que algunas de sus declaraciones pudieron parecer racistas. También como otros movimientos de parecidas características se produjo, al mismo tiempo, la aparición de toda una simbología que podía tener fundamento en las raíces culturales propias, pero que también resultaba en parte producto de la invención.
Todo cuanto se ha indicado explica la pluralidad de caminos a través de los cuales se llegó al nacionalismo. En el caso catalán fueron la lucha por el proteccionismo, el renacimiento cultural, el federalismo y el tradicionalismo políticos quienes se convirtieron en elementos desencadenantes de la lucha por la peculiaridad propia. El primer catalanismo fue de procedencia federal y, por lo tanto, izquierdista pero ya al final del siglo XIX fue sustituido por el de procedencia derechista y de raíces a menudo tradicionalistas. A finales de siglo los catalanistas controlaban algunas de las principales asociaciones económicas y culturales barcelonesas y disponían de una docena de periódicos. Sin embargo, no habían iniciado una senda propiamente política.
Cuando el catalanismo alcanzó la mayoría de edad política fue durante el gobierno de Silvela como obra de una nueva generación de catalanistas. El mismo fracaso de su programa regeneracionista tuvo como consecuencia inmediata que los intereses económicos y culturales, independientes hasta el momento, eligieran definitivamente la senda catalanista, pero, además, que apareciera un liderazgo nuevo tanto en lo intelectual como en lo político. En abril de 1901 se fundó la Lliga Regionalista, que en las elecciones de ese año consiguió cuatro escaños de diputado en Barcelona. Dos años antes se había fundado el diario La Veu de Catalunya, dirigido por Prat de la Riba, que sería el órgano del nuevo movimiento. Se caracterizó éste por una actitud integradora y posibilista de manera que pudo incorporar a sus filas a tradicionalistas y caciques conservadores y, al mismo tiempo, mantener una actitud posibilista en materia de régimen.
La gran ocasión para el catalanismo fue proporcionada por los incidentes del Cu-Cut, en 1905, que provocó una actitud de autodefensa en Cataluña y de protesta contra la intromisión militar. A partir de este momento, con la creación de Solidaridad Catalana, el sistema del turno entró en crisis en la región y quedó herido de muerte, como ya sabemos, con ocasión de la elección de 1907. En realidad, Cataluña viviría a partir de este momento en un régimen de opinión pública del que carecía el resto del país. Aunque hubo otros grupos catalanistas situados más a la izquierda, la realidad es que la Lliga predominó de manera clara y a la altura de la Primera Guerra Mundial se había convertido incluso en hegemónica. Sus éxitos se debieron principalmente a la existencia de un grupo excepcional de dirigentes en el que figuraban personas como Cambó, quizá el político mejor dotado de la época, y Prat de la Riba, el inspirador intelectual del catalanismo que, como tal, había sido condenado en su momento a penas de cárcel.
La obra en que quedó codificado el pensamiento del catalanismo fue, en efecto, La nacionalidad catalana de Prat de la Riba, publicada en 1906. Aunque fundamentada en determinados presupuestos románticos y conservadores, lo cierto es que el catalanismo se convirtió en la práctica en una fuerza política de centro, basada en la aceptación de la democracia y de un catolicismo no confesional. La reivindicación nacionalista catalana se contemplaba como un medio regional de solucionar unos problemas que a nivel estatal no podían tener arreglo. Sin embargo, el mensaje del catalanismo a la política española fue siempre de regeneración no sólo regional sino de la totalidad de la política del Estado. Para llevar a cabo sus propósitos, la Lliga contaba con una organización muy superior a la de cualquier otro grupo político nacional. No era un partido de masas sino de notables, pero tenía tras de sí realidades sociales efectivas.
Como en Cataluña, también en el País Vasco existía una peculiaridad cultural propia que en este caso se veía multiplicada por una autonomía económica mantenida a través de los conciertos. También allí la dinámica creada por la modernización económica resultó un factor de primerísima importancia para explicar el advenimiento del nacionalismo. Como es natural, este crecimiento económico tendía a aumentar las divergencias con respecto al resto de España, agrícola y estancada, y una parte de la sociedad vasca percibió la modernización económica y social como un posible grave problema para la identidad propia. Como se apreciará, en estos puntos existe un claro paralelismo con los orígenes del catalanismo.
Sin embargo, también son patentes las diferencias entre nacionalismo vasco y catalanismo. En el País Vasco el renacimiento cultural coincidió desde el punto de vista cronológico con el desarrollo del nacionalismo político y, además, éste tuvo un tono más radical y menos posibilista que quizá se explique por la propia difuminación de la peculiaridad nacional en tiempos muy recientes. Con toda probabilidad esto se deba a que indudablemente el euskera estaba mucho menos extendido que el catalán y a que, en buena medida, resultaba incapaz de asimilar a las masas de emigrantes castellanos que acudían al País Vasco atraídas por el desarrollo económico. Los nacionalistas vascos pertenecían fundamentalmente a la clase media baja urbana y al medio rural, frente a la identificación burguesa del catalán, y estuvieron más vinculados con el tradicionalismo cultural y religioso. En 1911 crearon un sindicato para atraerse a las clases trabajadoras, cosa que no ocurrió en Cataluña en los medios catalanistas predominantes. De esta manera puede decirse que el nacionalismo vasco tuvo un carácter más popular que el catalán. En el País Vasco el nacionalismo tuvo un carácter profundamente católico, mientras que en Cataluña existieron por lo menos dos tradiciones al respecto: una católica y conservadora y otra republicana y laica.
Una posible diferencia adicional entre los dos nacionalismos consiste en que el nacionalismo vasco fue obra casi exclusiva de una sola persona, Sabino Arana Goiri. El elemento religioso jugó en él un papel esencial, mientras que en lo político se declaraba republicano. En ocasiones hacía manifestaciones de tono racista, que deben ser entendidas como un deseo de mantener la vida tradicional vasca empleando un lenguaje muy característico de la época, pero que tenía entonces un sentido muy distinto del actual.
A Arana le caracterizó un tono muy radical en su momento inicial, hasta el punto de que se refería a la actitud posibilista como el error catalanista e incluso alguno de sus seguidores no excluyó el empleo de la violencia. Sin embargo, a la hora de su muerte en el año 1903 había iniciado ya el rumbo hacia una moderación táctica. Lo cierto es, sin embargo, que ésta no fue compartida por todos los dirigentes del partido, de tal modo que siempre hubo una cierta heterogeneidad interna. A pesar de ello, a mediados de la primera década de siglo se impuso una tendencia moderada, gracias a la cual los nacionalistas llegaron a obtener el nombramiento gubernativo de dos alcaldes de Bilbao. El desarrollo político-electoral del nacionalismo vasco fue tardío: aparte de que en Bilbao no tuvo representación política importante sino en la primera posguerra mundial. La importancia del ala liberal y laica del nacionalismo vasco fue considerablemente inferior a la de sus paralelos catalanes.
En cuanto al galleguismo y el valencianismo se puede decir que no tuvieron impacto político apreciable durante el primer tercio del siglo XX. Tanto en Galicia como en Valencia existían, aunque quizá en un grado muy inferior al de Cataluña o el País Vasco, factores culturales que favorecían la creencia en una personalidad característica. Pero ciertamente en ambas regiones faltó un desarrollo económico que tendiera a la vez a la diferenciación con respecto al resto de España. En realidad, se puede decir que en el terreno político más que nada lo que sucedió fue que determinadas fórmulas políticas se tiñeron de un cierto regionalismo, sin derivar hacia un nacionalismo y, menos aún, radical.
El galleguismo cultural apareció pronto pero el político, que conectó con reivindicaciones agrarias y que sufrió la influencia del ejemplo catalán, no llegó a plasmarse en una fuerza política antes de la primera guerra mundial, aunque todas las que actuaron en la región se atribuyeran una significación más o menos vagamente regionalista. Como en Cataluña, el galleguismo tuvo una pluralidad de orígenes ideológicos y resulta curioso también que al comienzo de la segunda década de siglo hubiera una Solidaridad gallega, en realidad muy distinta de la catalana pues la guiaban intereses agrarios. La importancia política del galleguismo no se tradujo en la consulta de escaños parlamentarios.
Algo parecido sucedió en Valencia, de modo que tanto la derecha como la izquierda republicana procuraron manifestar una peculiaridad regionalista más o menos marcada. A comienzos del siglo XX se produjo la transición desde el regionalismo cultural al político, pero este último no llegó a perfilarse como una solución autónoma, ni siquiera después de las primeras asambleas de carácter regionalista. En este caso, como en el vasco, hubo también que esperar a la primera posguerra mundial para que el valencianismo empezara a tener una traducción política efectiva.